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H. Zynisch y los papeles del timonel

papel mojado

La posibilidad

La posibilidad Uno de cada siete días se levantaba vencido. Se dejaba caer del sueño para que una apisonadora le planchase el ánimo. Sus ciento quince kilos de impotencia gemían al unísono, rodaban entre las sábanas y caían lentas al suelo --los pies por delante, las zapatillas prestas-- para quedarse quietos y sin respirar esperando un disparo que no llegaba, que no llegaba, que no llegaba...

Eran aquellos días en que, aún sin dejarse sentir, las multitudes equivocadas dejaban un hedor a pólvora consumida que íntimamente le repugnaba.

Uno de cada siete días se le rompía el ventrílocuo izquierdo y se le terminaban los suspiros de angustia. Buscaba, con moderada desesperación, un puesto donde encontrar recambio, entre el calor húmedo y sofocante de los atascos de la ciudad, o siguiendo el rastro de silencios recién nacidos. Cada vez que sucedía marcaba en su puerta una raya horizontal que cicatrizaba exáctamente en tres horas. Tres horas en que sus ciento quince kilos de posibilidad se volvían impotencia mientras esperaba un disparo que no llegaba. No sonaba nunca el teléfono. Ni siquiera cuando las rayas de la madera se volvieron cruces y al fin terminaron las posibilidades en un estruendo de pólvora, cuyo olor íntimamente detestaba.

Había perdido una inocencia de la que nunca había sido consciente. No era ya un niño y no recordaba la otra posibilidad.

Jack

Jack Paseaba sordo en la tarde de abril. Había caracoles y hojas de pino en el suelo. Fue ayer cuando lo conocí --no recuerdo cómo-- y tenía ya casi cuarenta años. Mientras, miraba las agujas del pino.

Cuando contaba tan sólo trece, Jack decidió que quería llamarse así; y se lo tomó tan en serio que llegó a olvidar el nombre que le habían puesto en el hogar social donde había crecido. Jack nunca había salido de la ciudad y no hablaba inglés, así que no podía siquiera traducir el nombre que se había elegido a sí mismo; no le importaba.

Nunca había pasado por el trámite de crearse un carnet de idéntidad, ni un permiso de conducir, ni tan siquiera la tarjeta de un videoclub. Jack tampoco había tenido una tele o un libro, pero había leído lo suficiente como para poder distinguir en cuatro líneas quién le pagaba el sueldo a cada uno de los columnistas que escribían a diario las secciones de opinión.

Jack era libre. No había tenido problemas con la policia ni con la ley, y todos sus trabajos se cotizaban en el mismo dinero negro que ganaban los negros (de raza) vendiendo mecheros con forma de taza de váter por las zonas de bares.

Dónde habitaba no es demasiado importante; se procuraba un lugar, es suficiente.

Yo podría envidiar su vida, sin embargo, Jack no era feliz. Jack buscaba a Cecilia Ann. No le bastaba con Cecilia, debía ser ambas: Cecilia + Ann. El rey del bombo no se conforma con cualquier cosa, decía. No sabría responder. La había escuchado en una tienda, porque aunque Jack no tenía reproductor de CDs, ni cadena musical, ni radiocassete; Jack sabía apreciar en cuatro segundos si un grupo sería olvidado cuatro años después. Le enamoró tal y como era, sin decir nada, sólo con el brillo de su sonrisa, su baja estatura y sus vueltas y más vueltas. Es un decir, aclaraba Jack, pero la conozco, en serio, es Cecilia Ann, aclaraba de nuevo.

No sé cuándo decidió que era un error, Jack buscaba a Allison. Su decisión me pareció razonada, pero no quise disimular, al mismo tiempo, la leve decepción que ello suponía. Allison, es Allison, yo necesito a alguien más alegre y que se exprese con sinceridad. No me gustaba esa forma compleja que tenía Cecilia Ann de comunicarse, aclaraba Jack, cuando le interpelabas directamente.

A Allison la perdió porque a Jack le daba miedo volar. Eso decía; supongo que lo que le daba miedo era dejar la ciudad en la que no conocía a nadie para irse a otra en que, al menos, conocía a Allison. Jack contaba que la vió perderse en el pasadizo del aeropuerto y no supo hacer nada. Qué podía hacer, lamentaba, tampoco es tan fácil encontrar a Allison.

Su suerte cambió cuando le descubrieron a Meg. Meg, Meg, Meg. No paraba de escucharla a todas horas. Es una señal, viejo, ahora sí, ahora lo veo claro, no volveré a equivocarme. Meg era fácil, si te conformas con poco y tienes imaginación. Jack vivía de la imaginación. Se pasaba horas pegado a las paredes. Jack decía que era Meg, y que de momento era feliz, aunque aspirase todavía a encontrar algo más tangible. Pero Meg no será nunca ni Cecilia Ann ni Allison. Jack lo sabe, pero no lo dice, se limita a mirar las hojas de pino. Habría sido más fácil en otro mundo sin lucha.

Cuando Jack tenía ya casi cuarenta años no pintaba los muros de la ciudad. En mis sueños había caracoles e Internet, y un día Jack estaba con ellos. Ya casi no lo recuerdo.